A la edad de quince, Luna, una joven repleta de vida e ilusiones, padeció un accidente que la sumió en un coma del que los médicos decían no despertaría. Su mamá, desesperada, no pudo aceptar la pérdida y decidió tomar la decisión más arriesgada e inverosímil: invertir en una cirugía experimental que transferiría la mente de su marido, Daniel, al delicado y frágil cuerpo de su hija.
Despertar en un ciclo eterno de sueños y pesadillas, Daniel se encontraba en la piel de su hija, su alma atrapada en un espejo de su propia vida. Sus ojos se abrieron a un cuarto que ya no era extraño, lleno de la ropa y los colores que alguna vez adoró ver en Luna. Sentía cada detalle de su piel, cada cicatriz y cada centímetro de su anatomía que ahora era suya.
El primer grito que escuchó fue el de su esposa, Clara, la mamá de Luna, que lloraba de la emoción de ver que su hija volvía a la vida. Sin embargo, al acercarse, Daniel se percató que los ojos que lo miraban tenían la sabiduría y el cansancio de un adulto, no la inocente ternura de Clara. Con la mente confundida, se levantó de la cama y caminó torpemente al espejo, viendo la cara que alguna vez besó cada noche reflejada en los ojos de su hija.
Clara, al ver la desorientación en la cara de su marido, le explicó que se negó a desconectar a Luna del apoyo vital, que su corazón y cerebro se mantuvieran activos por la fina y fría maquinaria. Ella le mostró un contrato, explicando que el procedimiento era real, que ahora Daniel era Luna, al menos en el exterior.
A medida que los días pasaron, Clara le dio a Daniel ropa de Luna, lencería delicada y tangas que se ajustaron a su ahora delicada figura, vestidos suaves que acentuaron su cintura y tacones altos que le hacían sentir vulnerable. Cada paso que daba en esos zapatos le recordaba la feminidad que ahora le era impuesta.
Su primer día en la escuela fue un infierno de confusión y emoción. Daniel, ahora Luna, se enfrentó a la realidad de que su hija era bisexual. Tenía un novio, Alex, un chico guapo y atlético, y una novia, Mía, una chica hermosa y apasionada. Ese era el secreto que Luna guardaba celosamente.
En la escuela, la pareja le confesó que tenían planes de consumar su relación, un trío que marcaría la pérdida de la virginidad de Luna. Daniel, aterrorizado y asqueado por la idea, se vio obligado a aceptar la situación. No podía negarse a la vida que Luna ya había empezado a construir, y no podía rechazar a los seres que su hija amaba.
Aquella noche, en la habitación de Luna, Alex y Mía lo miraban con ansias y excitación. Daniel, a regañadientes, se despojó de la ropa que lo cubría, exponiéndose ante la realidad que no podía negar. El tacto de las manos suaves de Mía y la dureza de Alex le hicieron sentir cosas que jamás imaginó. Era un ciclo de placer y terror, de sensualidad y sumisión.
Aprendió que ser sumiso en el sexo era permitir que sus deseos sean guiados por los demás, sentir cada caricia, cada beso, cada toque, con la intensidad de alguien que descubre por primera vez la vida. Sentir que cada acción de Alex y Mía era una aventura sin fin en la que no podía resistirse.
Su primer beso con Mía fue tímido y dulce, lleno de la inocencia que se pierde al crecer. El sabor de sus labios era distinto al de Clara, y a medida que la acariciaba, sentía la suavidad de su propia piel. Alex, por su parte, era dominante, haciéndolo sentir deseado y masculino al mismo tiempo.
Con la ayuda de Alex, Daniel aprendió a disfrutar de su feminidad, a permitir que la pasión fluya a través de su delicado y frágil ser. Con cada toque, cada suspiro, cada gesto, se adentraba más en la vida de Luna.
El acto sexual en sí fue una ola de emociones. El placer que sentía era inmenso, la sensibilidad de su propio sexo era una novedad que le causó gemidos de sorpresa y gozo. Se sentía sucio y violado, al ser penetrado por Alex, y al mismo tiempo, sentía la delicadeza de Mía acariciando su piel, susurando al oído que todo estaría bien.
Desde aquel primer acto sexual, Daniel empezó a aceptar su situación. Cada mañana, Clara le decía que se vistiera con la ropa que Luna solía elegir, que se hiciera la vida de su hija. Cada noche, volvía a la cama, compartida por Alex y Mía, y descubría lo que Luna sentía al ser amada por los dos.
Con el paso del tiempo, Daniel se acostumbró a la vida de Luna, a ser la chica que todos veían. Con cada sonrisa que le dedicaba Alex, cada beso que compartía con Mía, empezó a amar la vida que Luna le había regalado.
Aprendió que la vida no se trata solo de lo que somos, sino de lo que sentimos, de las experiencias que tenemos. Y ahora, atrapado en el ciclo de la vida de su hija, supo que la vida sexual que Luna disfrutaba era solo una fracción del ser humano. Era un espejo que le mostró la complejidad del deseo, la sumisión y el placer que la vida podía ofrecer.
A medida que Luna crecía, Daniel se adentraba en su mente, descubriendo cada rincón, cada deseo, cada temor. Con cada sonido del placer, cada movimiento delicado, sentía la vida que Luna ya no podía sentir. Y en cada instante de intimidad, Daniel lloraba por la hija que una vez fue y la vida que ahora debía vivir en su nombre.
Pero la vida no es solo tragedia, la vida es ciclos de emoción y descubrimiento. Daniel se enamoró de Alex y Mía, de la vida que Luna les permitió compartir. Se enamoró de la vida que Clara le regaló al dejar que su marido viviera en el cuerpo de su hija.
Y en cada paso que daba en esos tacones altos, en cada sonrisa que compartía, en cada abrazo que recibía, Daniel sabía que la vida de Luna continuaba a través de sus recuerdos y la vida que ahora compartía con aquellos que amaba. Había muerto, no solo su hija, sino una parte de él. Pero al renacer en su piel, la vida le mostró que la vida es un ciclo que no se detiene, un ciclo que se renueva con cada amanecer.
Muy buena historia, es interesante el como aprendio y que su esposa le dejase
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